Hay algo mágico en comunicar. No es solo lanzar palabras al viento, sino más bien crear un puente invisible entre el punto A y el punto B. ¿Quién es el punto A? Vos, tu marca. ¿Y el punto B? Las personas, esas criaturas complejas y maravillosas a las que querés llegar. Pero llegar, en el sentido profundo de la palabra, no es simplemente que te escuchen o te vean; es hacerles sentir algo. Es lograr que, en lo más profundo de su ser, algo haga clic, se encienda, se mueva. Y ahí está el desafío.
Llegar a las personas no es un ejercicio mental. No estamos en la época de la teoría de la aguja hipodérmica, donde se creía que el mensaje se inyectaba directo en el cerebro y listo, tarea cumplida. Eso ya pasó. Después vino Lazarsfeld a decirnos que, en realidad, la audiencia no es un receptor pasivo, sino un ente pensante que filtra el mensaje a través de su entorno social y personal. ¡Boom! El primer plot twist de la comunicación. Pero hoy en día, esa idea también queda corta. Porque cuando hablamos de comunicación efectiva, hablamos de algo mucho más visceral. Algo que no se explica con palabras, pero que se siente en el cuerpo. Esa chispa que te hace volver, ese imán invisible que te ata a la marca, esa lealtad que desafía toda razón.
Así que, querida marca: la próxima vez que pienses en comunicar, no te conformes con que te escuchen. Queré que te sientan. Que les pasen cosas con lo que decís, con lo que mostrás, con lo que sos. Porque, al final del día, comunicar no es una ciencia exacta. Es un arte que, cuando se hace bien, tiene el poder de mover corazones. Y eso, amigos, es lo que marca la diferencia entre estar presente y realmente llegar.